NOTAS PARA UN NUEVO DERECHO SANCIONDOR

1.- La hipocresía del sistema de garantías formales

Diversos son los aspectos en los que el régimen sancionador vigente en nuestro país adolece de problemas. Los más serios son los que tiene que ver con la quiebra del sistema de garantías. Unas garantías que a menudo se quedan en lo meramente formal. Nos hemos dotado de un derecho sancionador completo y protector en apariencia, pero ésa es solo una primera impresión que no resiste el contraste con la práctica cotidiana. En el día a día las cosas son muy diferentes  

En efecto, la infracción de garantías procedimentales es algo frecuente en todos los niveles administrativos. Lo malo es que también es habitual que la jurisdicción relativice tales infracciones hasta convertirlas en vicios no invalidantes. Son recurrentes en este sentido argumentos como la diferencia entre indefensión formal e indefensión real, indefensión ésta que no se reconoce cuando el ciudadano tiene a su disposición una posibilidad de recurso, sin que importe que tal posibilidad sea meramente retorica en muchos casos a la vista de los costes y del tiempo necesario para obtener una resolución con garantías de neutralidad.

Reman en esta misma dirección otros argumentos contemporizadores con la Administración como la presunción de que el resultado sería el mismo si se retrotrajesen las actuaciones.

En este contexto, irregularidades como la inspección sin garantías, la denegación de pruebas, la insuficiente motivación, la falta de notificación, incluso la omisión de derechos a veces tan básicos como el de audiencia normalmente no tienen consecuencias para la Administración.

En nuestra práctica cotidiana es frecuente el menosprecio a las garantías formales del ciudadano, lo que contrasta notoriamente con los estándares europeos. Valga como ejemplo en este sentido la doctrina del Tribunal de Justicia de la Unión Europea expresada en su sentencia de 16 de enero de 2019, que condena a la invalidez los procedimientos en los que concurra una irregularidad sin la cual el afectado “hubiera podido tener una oportunidad, incluso reducida, de preparar mejor su defensa”. Qué diferente sensibilidad la que manifiesta nuestra jurisprudencia dominante.

2.- El abuso de la fuerza probatoria atribuida a las declaraciones de los agentes de la autoridad. 

Otro roto en nuestro derecho sancionador práctico es el uso que los instructores dan a la fuerza probatoria de las declaraciones de los agentes. En este ámbito el problema no es tal presunción jurídica en sí misma, el problema es que normalmente tal presunción se aplica como un deus et machina que ya de entrada deja finiquitada la sanción, sin más contemplaciones.

Ciertamente sin esa fuerza probatoria sería muy difícil la policía administrativa, pero no es menos cierto que en muchos casos la prueba de contrario es sencillamente imposible o muy difícil. Así sucede a menudo, por ejemplo, en el ámbito sancionador más masivo que es el de la seguridad y tráfico vial. Un ámbito éste en el que la coacción que supone la rebaja de la multa a cambio de la renuncia del derecho de defensa, la fuerza probatoria de la denuncia y los costes del recurso jurisdiccional son factores que, sumados, han vuelto sumamente precaria la posición del ciudadano.

Debemos imponer una aplicación ponderada de esta fuerza probatoria. Como es natural no se puede confiar en un autocontrol de la Administración en este ámbito. Por ello resulta necesario que, al mismo tiempo que la Ley consagra la presunción de veracidad de las declaraciones de los agentes de la autoridad, introduzca también contrapesos a tan formidable privilegio. La ley debe exigir que la Administración tome en consideración -caso por caso- aspectos como la eventual dificultad del afectado para aportar una prueba de hechos negativos, también la facilidad del agente para disponer de pruebas complementarias más allá de su palabra y el deber efectivo de aportar cuantas sean posibles como condición o complemento inexcusable del valor probatorio de sus declaraciones; la verificación de su posición desinteresada en el caso; o la posibilidad de una explicación de los hechos que no implique necesariamente una infracción; esto es la aceptación de la duda y su aplicación a favor el reo.

 A ello cabria añadir otras garantías como una regulación legal de las inspecciones y las actas de inspección que imponga la presencia de un representante cualificado del inspeccionado siempre que ello sea mínimamente posible, el derecho del afectado a forzar la verificación por parte del inspector de los elementos que considere determinantes para su defensa y el derecho a que tal comprobación conste en acta, puesto que más tarde su declaración como inculpado valdrá ya bien poco. 

Desgraciadamente éstas son unas sutilezas extrañas en la práctica sancionadora de nuestro país, a pesar de que teóricamente el principio rector en nuestro derecho punitivo sea precisamente la presunción de inocencia.

Pero no son estos los aspectos que aquí quiero traer a colación. 

3.- El requisito de culpabilidad subjetiva.

Una de las cuestiones peor tratadas en nuestro derecho sancionador es la culpabilidad subjetiva. Y así es hasta el extremo de quedar simplemente olvidada en nuestro cuerpo legal hasta no hace mucho. 

En efecto, hasta hace poco lo habitual ha sido que las leyes imputasen la responsabilidad al autor de la situación de hecho que integra el tipo infractor, sin más consideraciones. Así ha sucedido habitualmente y así sigue sucediendo todavía en algunos supuestos como es el caso de la Ley sobre Tráfico, Circulación de Vehículos a Motor y Seguridad Vial -artículo 82-, la Ley sobre Infracciones y Sanciones en el Orden Social -articulo 2-, o la Ley 15/2007, o la Ley de Defensa de la Competencia -artículo 61-. Por el contrario, otras Leyes sectoriales han ido incorporando con naturalidad el requisito de culpabilidad subjetiva. Este es el caso de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, cuyo artículo 51 establece que solo existe responsabilidad punible por infracción con dolo o culpa. Así lo dispone también la Ley General Tributaria -articulo 183-.

Respecto la legislación general de régimen jurídico, en su momento y con una notable buena voluntad se entendió que la Ley 30/92 incluía en su artículo 130 una referencia tácita a la culpabilidad. Tal precepto disponía escuetamente que sólo podían ser sancionados por hechos constitutivos de infracción administrativa los responsables de los mismos, aún a título de simple inobservancia. Como puede observarse, el precepto apuntaba más bien hacia una responsabilidad objetiva, pero afortunadamente la interpretación jurisprudencial fue otra.

En este momento el artículo 28 de la Ley 40/2015 de Régimen Jurídico del Sector Público ha despejado cualquier duda al limitar expresamente la responsabilidad a quienes resulten responsables de las infracciones “a título de dolo culpa”.

El caso es que la recepción de la culpabilidad subjetiva en nuestro derecho sancionador positivo es bastante reciente. La matriz de nuestro derecho procedimental; esto es, las leyes de régimen jurídico y de procedimiento de los años 1957 y 1958, no incluía ninguna referencia a la culpabilidad subjetiva como requisito indispensable en la responsabilidad sancionadora. Sin embargo, la cosa cambió ya a finales de este siglo pasado. En su sentencia de 14 de julio de 1998 el Tribunal Supremo recuerda como hasta finales del siglo XX la culpabilidad del denunciado no era un requisito exigible para el ejercicio de la potestad sancionadora, pero a finales de la década de 1980-90 se generaliza la exigencia de culpabilidad subjetiva como requisito indispensable en la responsabilidad sancionadora. El Tribunal Constitucional acogió completamente tal doctrina ya a partir de la sentencia 76/90.

Ambos tribunales descartan de forma tajante la responsabilidad objetiva del eventual infractor, de forma que solo es lícita la sanción cuando concurra dolo o culpa por parte del infractor. Así lo expresó el Tribunal Supremo en sentencia de 2 de julio de 1998 (recurso nº 3021/1994):

sabido es que la potestad sancionadora de la Administración goza de la misma naturaleza que la potestad penal, por lo que en consecuencia, las directrices estructurales del ilícito administrativo tienden también, como en el ilícito penal, a conseguir la individualización de la responsabilidad objetiva o basada en la simple relación con una cosa, por consiguiente en el ámbito de la responsabilidad administrativa no basta con que la conducta sea antijurídica y típica, sino que también es necesario que sea culpable, esto es, consecuencia de una acción u omisión imputable a su autor por malicia o imprudencia, negligencia o ignorancia inexcusable (STC, Sala del artículo 61 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, de 6 noviembre de 1990), es decir, como exigencia derivada del artículo 25.1 de la Constitución, nadie puede ser condenado o sancionado sino por hechos que le puedan ser imputados a título de dolo o culpa (principio de culpabilidad).

Así pues, corresponde a la Administración argumentar, y en su caso acreditar, no solo la comisión objetiva de la infracción, sino también la culpabilidad subjetiva del imputado. Una motivación que resulta inexcusable, sin que para ello sirvan los planteamientos genéricos o apodícticos. El Tribunal Constitucional es claro en este aspecto:

“En efecto, no se puede por el mero resultado y mediante razonamientos apodícticos sancionar, siendo imprescindible una motivación específica en torno a la culpabilidad o negligencia y las pruebas de las que ésta se infiere. En el presente caso y pese a la formal argumentación contenida en la Sentencia impugnada, tal operación no se ha realizado, por lo que se vulnera el derecho fundamental alegado….” (STC nº 164/2005). 

Como puede observarse, ha costado bastante introducir la culpabilidad subjetiva en el ámbito sancionador. A estas alturas la cuestión ya ha quedado resuelta en el ámbito jurídico formal; esto es, en el marco normativo. También ha tomado carta de naturaleza en nuestra jurisprudencia, pero queda mucho todavía para que el respeto al requisito de culpabilidad subjetiva se proyecte también en la práctica sancionadora de nuestras administraciones.

Quienes tengan cierta experiencia en lidiar con sanciones administrativas coincidirán en señalar la incomodidad con la que los instructores se enfrentan a las alegaciones referidas a la falta de culpabilidad del imputado, una cuestión que suele despacharse a partir de argumentos tan escuetos como generales tendentes a identificar autoría con culpabilidad, casi sin más.

Uno de los aspectos en los que se ha avanzado en esta materia es el que se refiere a los supuestos en los que el ordenamiento es confuso. No es ésta una situación extraña en nuestro derecho. Adolecemos a menudo de un ordenamiento innecesariamente embrollado, poco comprensible para su destinatario, lo que resulta paradójico en un Estado de Derecho. La simplificación es el tramo final en la elaboración del relato jurídico de cualquier naturaleza, y parece que a menudo los legisladores llegan ya agotados a esta fase.

La situación es la misma en el caso de que la infracción tenga a ver con conceptos jurídicos indeterminados, como sucede por ejemplo con conceptos como el de “mejor técnica disponible”, habitual en el ordenamiento medioambietal. Nuestra jurisprudencia ha admitido la utilización de tales conceptos abiertos en la configuración de tipos infractores, pero solo cuando resulten susceptibles de concreción sin dificultad en el caso concreto. Ciertamente puede resultar muy difícil incluso imposible prescindir de conceptos jurídicos indeterminados en el ámbito sancionador atendida la dificultad para pretederminar de forma totalmente precisa cada una de las situaciones punibles, pero no es menos cierto que frente a tipos infractores definidos en tales términos indetermindos debe haber un mayor margen para la eximente por falta de culpabilidad subjetiva y para la duda razonable.         

Ciertamente una de las facetas del principio de legalidad se refiere a la exigencia de certeza –lex certa-; esto es, la necesidad de que el ciudadano pueda conocer de forma clara que es lo que está prohibido, que es lo que le puede comportar una sanción. El caso es que ante situaciones de confusión normativa no se puede identificar el elemento culpabilístico indispensable en toda sanción. Si es posible que el ciudadano se haya podido confundir, si el tipo infractor no es claro y susceptible de ser cabalmente comprendido como consecuencia de la confusión del propio ordenamiento, no se puede identificar una culpa o una negligencia que puedan dar lugar a la sanción.

La jurisprudencia ha admitido abiertamente y ya hace tiempo la confusión razonable como eximente de la responsabilidad sancionadora. Incluso la legislación ha empezado ya a incluir tímidamente tal excepción. El artículo 179 de la Ley General Tributaria es un ejemplo en este sentido al exonerar de responsabilidad sancionadora a quien haya actuado en base a una interpretación razonable de la norma. También admite esta Ley otros  supuestos de falta de culpabilidad tan obvios como poco citados en la normativa, como es el caso de la concurrencia de fuerza mayor.

Hay otros muchos supuestos de falta de culpabilidad subjetiva. El Código Penal incluye algunos en la relación de eximentes, una relación que cabe trasladar por entero al ámbito sancionador administrativo de acuerdo con la ya venerable doctrina de unidad esencial de los principios de la actividad punitiva del Estado.

Quiero destacar en este ámbito una nueva variante de la exención de la culpabilidad subjetiva que está tomando fuerza a raíz de su incorporación al ámbito penal. Se trata de la diligencia preventiva eventualmente acreditada por el presunto infractor frente a la infracción, esto es, la denominada “compliance”. Una circunstancia que puede y debe tener juego en sanciones referidas a conductas no personalísimas; esto es, en el caso de infracciones eventualmente cometidas por empresas, entidades u organizaciones, o por empleados o personal dependiente. Se trata de ámbitos muy significativos y variados, como las actividades de restauración y espectáculos, seguridad e higiene en el trabajo, actividades medioambientales, y un largo etcétera. Ámbitos donde el ilícito depende de la actuación que hayan tenido empleados o personas, o la tolerancia con la que hayan actuado.

Las buenas prácticas preventivas o correctivas están tomando carta de naturaleza en algunos ámbitos específicos, como sucede en ordenamientos con mayor influencia del derecho europeo, como es el caso del derecho de la competencia, donde se prevé no sólo que opere como eximente, sino incluso como sanción alternativa; esto es el compromiso de corrección como forma de finalizar el expediente en lugar de la resolución sancionadora (Ley de Defensa de la Competencia, articulo 52).     

El caso es que la actividad preventiva ha sido acogida plenamente como una práctica con influencia determinante frente a eventuales sanciones, hasta el punto que no solo ha sido expresamente recogida en alguna normativa sectorial como se ha citado, sino que también ha sido objeto de una norma ISO (Estándar ISO 19600 sobre Compliance Management Systems). 

Parece obvio que no se puede imputar sin más a la empresa que un trabajador haya prescindido puntualmente del casco, o haya montado incorrectamente un andamio, o que alguien haya consumido episódicamente alguna droga en el establecimiento de restauración, o se haya superado por un momento el límite sonoro. 

En caso que se plantee la falta de culpabilidad subjetiva resultará muy relevante que la empresa acredite diligencia al haber dictado instrucciones claras para prevenir la infracción y desarrollado un control razonable sobre su cumplimiento, o haya efectuado una insonorización adecuada e instalado limitadores en los aparatos de sonido … etc. En sentido contrario, la inspección administrativa debe constatar circunstancias muy relevantes para la culpabilidad subjetiva como la habitualidad o excepcionalidad de la infracción o la tolerancia de prácticas irregulares por parte de los empleados.

Cabe señalar que la Ley 40/15 ha dado un paso en esta dirección al establecer en un artículo 28.4 la posibilidad de tipificar como infracción “el incumplimiento de la obligación de prevenir la comisión de infracciones administrativas por quienes se hallen sujetos a una relación de dependencia o vinculación”.

Este planteamiento no solo se refiere a la posibilidad de desdoblar la responsabilidad por culpa en la vigilancia cuando así lo prevea la Ley. Impone también la necesidad de diferenciar claramente la imputabilidad de la infracción a la entidad o a la actividad genéricamente considerada, o la imputación a la concreta actividad de alguno de sus empleados que actúa bajo su propio criterio, más allá de las instrucciones y de la acción de vigilancia de la dirección. Esto es, que se requiere un mayor esfuerzo y precisión en la identificación del culpable. Ello sin perjuicio de los supuestos de responsabilidad múltiple, o sanciones solidarias, que son cosas diferentes. 

4.- Epilogo 

Cuanto se ha dicho tiene el sentido de poner sobre la mesa la necesidad de reelaborar el cuerpo legal que regula la potestad sancionadora con carácter general, en línea con lo que ya se ha llevado a cabo en alguna legislación sectorial como es el caso de la Ley General Tributaria.

Entiendo que conviene prever consecuencias efectivas para los incumplimientos de las garantías formales en la instrucción de los procedimientos, de forma que las infracciones en este ámbito tengan alguna relevancia jurídica. También conviene definir las garantías que corresponden al ciudadano frente al privilegio de la fuerza probatoria que se reconoce a las declaraciones de los agentes de la autoridad; y desarrollar el requisito de culpabilidad subjetiva, entre otros aspectos.

Cabe considerar también que en determinados ámbitos de especial complejidad habría que superar el binomio infracción/sanción, primando una función tutelar de la Administración; esto es, procesos dinámicos en los que la Administración introduce requerimientos y medidas correctoras en función de las circunstancias del caso, prestando una acción de acompañamiento o asesoramiento previa a la acción sancionadora. Nuevamente el ámbito tributario puede ser un ejemplo en referencia al sistema de consultas que tiene establecido y que apunta en esta dirección. No cabe duda que en actividades medioambientales, pero también en otras áreas, una la colaboración técnica basada en la buena fe puede ofrecer buenos resultados.

Iniciativas de estas características pueden beneficiar significativamente el principio de eficacia en la acción de la Administración, puesto que son susceptibles de favorecer el interés público más y mejor que la simple sanción. Desde luego, también favorecería el principio de menor onerosidad, otra de las pautas obligadas para las Administraciones públicas.

Diciembre de 2024

Tomas Paricio Mascaró

Abogado

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